Muy acertado artículo de «Eduardo San Martín»:http://abc.es/opinion/index.asp?ff=20051130&idn=712658938410 (ABC), fragmento:
«Es en ese escenario en el que hacen fortuna los apóstoles del ruido, los predicadores de la hipérbole y el despropósito, para regocijo de los feligreses que se apuntan a esos bombardeos como si en ellos les fueran la vida y la hacienda, cuando la vida no le va a nadie, y la hacienda, sólo a los primeros. Las teorías conspirativas prosperan frente a explicaciones más articuladas y menos complejas de las conductas humanas. Cuanto más increíble sea el disparate más adeptos encontrará entre aquellos que no oponen ninguna resistencia a dejarse convencer con tal de que la desmesura de cada día encaje en el cuadro desenfocado de la realidad que les han ido construyendo, pieza a pieza, sus estrellas mediáticas, culturales o políticas. En ocasiones, decía Flaubert, «las palabras suenan como cascado caldero, a cuyos sones se hace bailar osos cuando se pretende conmover a las estrellas». Eliminemos la mención a los osos para evitar suspicacias y quedémonos con el resto.
Hay una referencia imprescindible para los tiempos que corren en el caudaloso discurso vertido por don Manuel Azaña en las Cortes, el 27 de mayo de 1932, en defensa del Estatuto Catalán, una sobresaliente pieza de oratoria parlamentaria que contrasta vivamente con el parloteo hueco que de ordinario se escucha en nuestros días desde esos mismos escaños; una intervención cuyos términos han sido reseñados en al menos dos producciones bibliográficas recientes y cuya actualidad ha sido glosada ya en esta misma tribuna por otros autores. Se trata de una reflexión cuya vigencia, curiosamente, no tiene que ver tanto, que también, con la materia misma de aquella sesión —un debate sobre el autogobierno de Cataluña tan crispado como el que nos ocupa desde hace meses—, y sí mucho más con las puñaladas verbales que, por lo leído, abundaban también en aquellos días en los que empezaban a esparcirse las simientes de los vientos que después devendrían en terrible tempestad. La de la intolerancia entre ellas, y de manera muy principal.
Aseguraba el entonces presidente del Consejo de Ministros: «El mejor modo de conocer la valía moral de una persona es saber a qué móvil atribuye las acciones ajenas. Antes se decía: «Vil sea el que por vil se tenga». Yo digo: vil sea quien atribuye a los demás vileza». Más de setenta años después de pronunciadas aquellas palabras certeras, Azaña habría podido certificar hoy la contumaz perseverancia con la que muchos de nuestros representantes políticos, y sus acólitos, se aplican a «atribuir vilezas» a sus adversarios en una práctica que constituye casi el único recurso con el que ocultan la patética desnudez del discurso propio. Como recuerda José María Ridao en el prólogo de Dos visiones de España, el presidente del Consejo vivió en aquella jornada una de las apoteosis parlamentarias más sonadas de su carrera política, pero esa misma noche, en «diálogo consigo mismo» y lejos del estruendo de los aplausos, el intelectual doblado de político consignaría con amargura en la intimidad de sus Diarios: «Nunca me he visto tan lejos de todo. Ni tan aislado, como una roca en medio de un mar muy bravo». Tal vez la vileza de quienes a los demás atribuyen vilezas le devolvía en el espejo «que hay en el fondo de la sala donde trabajo» la imagen de aquello en lo que habría de convertirse España en apenas cuatro años.»