Desde que los precios de la vivienda se están desacelerando e incluso bajando en algunos casos, y la llamada “burbuja inmobiliaria” ha perdido un poquito de aire, observo una tendencia creciente en los medios de comunicación —y aleccionamiento— a hacer esos reportajes donde los pobrecillos promotores inmobiliarios, los fabricantes de ladrillos o los vendedores de excavadoras exponen sus penas; la caída de sus negocios, los trabajadores que se han visto obligados a despedir y la ruina creciente de sus humildes patrimonios. Son los reportajes tan lacrimógenos que uno casi se siente tentado a llorar de pena. Sólo casi.
Yo me río, si, me río a carcajadas.
Por fin se les acabó el chollo. Tantos años estafando a diario a millones de personas, eran demasiados.
No me dan ninguna pena. Me acuerdo de todas las agencias inmobiliarias que han querido colocarme un piso de mala muerte a precio de mansión totalmente equipada en la Bahamas; me acuerdo de mis caseros, que de los mil euros que cual vampiros nos sacan al mes, todavía no han reinvertido ni un mísero céntimo en re-acondicionar un piso de cuarenta años de antigüedad; me acuerdo de los coches de lujo y las mansiones de los dueños de las inmobiliarias que ya han quebrado; me acuerdo de las estadísticas de subida de precios; me acuerdo de las demostradas posibilidades de hacer casas de calidad a precios justos con unos beneficios aún elevados; me acuerdo de mis padres, que nunca pudieron comprarse una casa propia; me acuerdo de la hipotecas a cuarenta años; me acuerdo de las comisiones bancarias; me acuerdo de los pisos “luminosos” y de mobiliario “rústico”; me acuerdo de los barrios céntricos llenos de pisos vacíos; me acuerdo de las segundas y terceras viviendas; me acuerdo de las deudas millonarias de los ayuntamientos concomitantes con la fortuna de sus concejales; me acuerdo y me río, me río mucho.